miércoles, 22 de febrero de 2017

¿Se contagia la crispación política?

¿Se contagia la crispación política? ¿Pueden sus señorías trasmitirse entre sí enfermedades de intolerancia? Yo así lo creo. En estos últimos tiempos (esto lo escribí en 2012, pero sigue siendo vigente) asistimos a un encono parlamentario sin precedentes. Y el culpable es un virus nacionalsocialista que ha afectado primero a los diputados de derechas y que ellos tratan por todos los medios de contagiar al resto de grupos parlamentarios. El desplante, la palabra soez, la risa rencorosa, la difamación, son sus principales efectos. Unos efectos que comienzan a verse repetidos en el resto de los grupos. Y ni siquiera ha servido la cuarentena de las vacaciones. Los agentes patógenos han arraigado en el hemiciclo y tras el lapsus veraniego han vuelto a infectar a las señorías que fueron los primeros portadores. Con razón decía Hunter S. Thompson que la política es una enfermedad de animalillos sucios. Pero a este maestro del periodismo gonzo le faltó añadir que era una enfermedad infecciosa. Y sin vacuna conocida. Hay un remedio traumático: la guerra civil, pero es un remedio que es peor que la enfermedad. Aunque muchos de los primeros infectados, con el ánimo soberbio de los vencedores parecieran buscar esta drástica cura. No se acuerdan, o prefieren no hacerlo, que ya una vez se utilizó este sistema de curación y que fue en vano, pues la enfermedad, medio siglo después, vuelve a reproducirse. Sólo el exterminio total sería una solución efectiva. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero claro, los portadores de este virus no podrían entonces construir viviendas sin ton ni son, arramblar con el dinero de las arcas públicas, regodearse en la corrupción y fomentar el empleo precario y las hipotecas basura. Sólo este quehacer malsano, que a ellos les permite disfrutar de la vida, impide el exterminio total. Porca miseria.


Zaragoza, 22 de febrero de 2017

miércoles, 15 de febrero de 2017

Ah, el amor al saber

La filosofía, si nos atenemos a su etimología, es el amor al saber. ¿Saber qué? Saber todo, me responderán los que se atribuyen el apelativo de filósofos. ¿Todo?, responderé yo con dejo irónico. ¿También de fútbol? Y enseguida responderían: de todo lo fundamental. ¿También de sexo? El sexo es fundamental, no sólo para crear vida (crear filósofos) sino para mantenerla, para gozarla. Y se pondrán furiosos conmigo, en su faz esa arruga ingenua de concentración fruncida. Porque para ellos, lo fundamental trata de las causas primeras, las razones ontológicas, los fines metafísicos, la hermenéutica, la gnoseología. El ser en sí y para sí. Y con ático estilo y  erudición romana, en prosa pomposa, obtusa, claustral, inflada, ostentosa, pleonástica, plagada de solecismos, de sesquipedales, heliogabaliana, ocluida, ligaran los eslabones inconexos en una bien trabada cadena argumental a favor de su actividad. Y lo harán con la seriedad machacona del roedor. Sin enterarse de que precisamente lo que consideran el “todo lo fundamental” es lo que no interesa a nadie salvo a esa tropa de seres rancios con calvicie, halitosis y doctas miopías. Porque para estos seres, que viven en otro planeta, el discutir las causas del ser en sí y el ser como fenómeno existencial les pone cachondos. Y así, en inutilidades de este tenor pasan su existencia y se olvidan de vivir. Con razón decía Carlos Marx que la filosofía es al estudio del mundo real lo que el onanismo al amor sexual. Quizá de ahí venga la expresión “pajas mentales”, que define a esta labor de eruditos del pensar que sólo produce tratados ilegibles, dispepsia y cuernos. Porque ser mujer de filósofo es muy duro, toda la sangre del cuerpo de su marido regando circuitos neuronales y dejando otros órganos más productivos (o reproductivos) sin riego. Y eso sí que no. De ahí que Jantipa, la mujer de Sócrates, le montase esos pollos. Eso y que malgastaba su energía sexual con mancebos.


Zaragoza, 15 de febrero de 2017

jueves, 9 de febrero de 2017

Por el contraste al humor

Si a la fotografía de arriba se le quitase el bocadillo, la escena pasaría de causar risa (o dibujar una sonrisa) a causar pena. Una cola de personas que esperan para hacer trámites, aunque no sea para conseguir empleo, es algo que causa pena, cuando no lágrimas. Podría, por unir dos chistes, haber puesto un bocadillo al funcionario que, a la derecha, con las gafas en la mano, mira cómo su compañera sale del apuro, que dijera (el bocadillo): “Vuelva usted mañana”. Pero, la verdad, maldita la gracia que le haría al solicitante. Y es que el humor, en muchos casos, se crea con el contraste: hacer de una situación penosa una divertida por medio de una incongruencia o una salida no esperada. Porque el humor, como dijera Mark Twain, proviene de la amargura. En el Paraíso no hay humorismo. Ni en las religiones monoteístas. Aconsejaba Mahoma no reír en exceso, porque el excesivo reír debilita el corazón. Y prohibía a sus discípulos hacerse bromas. Del humor de San Pablo y San Agustín mejor no hablar. Basta leer sus escritos. Los judíos ortodoxos con rizos de adolescente bajo sombreros negros no saben sino lamentarse y pegarse de cabezazos frente a un muro milenario. Sólo algunos monjes zen son capaces de concebir el humor. Caro que muchos no llamarían al budismo zen una religión. Yo tampoco. Todo sea para mayor honra del zen. Y es que la risa es, por definición, cosa de herejes, de ateos, de descreídos y escépticos. Los fanáticos y los creyentes no saben reír. Y es que dios ahoga, pero no aprieta. ¿O es al revés?


Zaragoza, 09 de febrero de 2017