miércoles, 27 de diciembre de 2017

Vivir de la poesía

A pesar de que Juan Ramón Jiménez dijera que el poema debe ser como una estrella, que es un mundo y parece un diamante, poco tiene que ver la poesía con las gemas, al menos en el sentido pecuniario. Nadie, que yo sepa, se ha hecho rico con la poesía. Y me refiero escribiéndola, no vendiéndola. Los poetas no eligen esta actividad como profesión sino como vocación. La poesía no les daría para mantenerse, y menos mantener una familia. Los versos se editan, cuando se consigue, en ediciones muy limitadas, y a veces, muchas veces, a costa del autor. Para que un poeta adquiera el reconocimiento suficiente para poder vivir de la poseía, necesita ser un anciano, o haber muerto. “Haremos poemas –dijo el gran poeta Villalón‑ sin ropa de nadie, sin levitas de academia, sin chaquetas de sabios ni trincheras de señoritos, sin la blusa del obrero tampoco”. Y le faltó añadir que sin el dinero de los que menciona. O sea, en pelotas y gratis. Así las cosas, no es de extrañar que a Ovidio, su padre le desaconsejara la profesión de poeta, que el desobediente niño, ya adulto, puso en estos versos:

Mi padre disuadirme pretendía
Del vario estudio de la poesía:
Mil veces dijo: Homero pobre ha muerto.

Además de no servir para ganarse la vida, la poesía no sirve ni para retener a una mujer, pese a lo que piensan algunos. Esto lo sabía Roberto Bolaño, quien nos dijera: “Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético”. La poesía, como vemos, no da dinero ni consigue amor verdadero. ¿Algún inconveniente más? Sí. Pablo Neruda afirmó que la poesía tiene comunicación secreta con los sufrimientos del hombre. Y Robert Frost nos conminó: “Dejen solo al dolor con la poesía”. Y es que, como dijera Alejandra Pizarnik, la poesía es una cosa para matarse de risa o suicidarse. Ella se suicidó.


Zaragoza, 27 de diciembre de 2017

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cuando agonice

Cuando agonice no me importará saber si hace sol o llueve. Cuando agonice no me acordaré de los que me hicieron mal. Cuando agonice procuraré aplicarme bien a la tarea y no distraerme; si estoy acompañado, no preocuparme por los lloros o los rostros entristecidos de los allí presentes, si lo hago solo, no mortificarme por la ausencia de espectadores. Cuando agonice, seguramente no seré consciente de que son pocos los instantes que controlará mi conciencia. Cuando agonice, es posible que los estertores me impidan darme cuenta de que agonizo. Cuando agonice, miles de personas agonizarán conmigo, y otras miles nacerán y se incorporarán a la vida. Cuando agonice habrá personas haciendo el amor, riendo, alguien cometerá un asesinato, un sacerdote mentirá desde el púlpito. Cuando agonice ya no me importarán las guerras, la ecología, el destino de un mundo que me expulsa. Cuando agonice espero no ver desfilar toda mi vida por la pantalla de mi mente, ¡menuda pesadez! Cuando agonice, me gustaría hacerlo envuelto en sábanas y no, por ejemplo, en el barro de una trinchera. Cuando agonice me sería de consuelo, o igual no, saber que dejo un par de obras memorables: un hijo, un libro, un recuerdo agradable. Cuando agonice, algún subnormal llevará a su perro a cagar al parque y no recogerá la mierda. Cuando agonice no quiero curas a mi alrededor, ni gurús, ni chamanes de otras trascendencias. Cuando agonice me gustaría hacerlo rápido, sin estruendo, sin llanto, sin pena. Cuando agonice me gustaría que se interrumpieran todos los partidos de fútbol, y de baloncesto, y deportes de similar arraigo popular. Sólo por joder. Cuando agonice me gustaría que no hubiera moscas, tan pesadas. Cuando agonice me gustaría oír una voz amiga que me dijera: “Venga, deja de fingir y levántate. No seas cuentista”. Y que yo me levantase y dejase de fingir.


Zaragoza, 20 de diciembre de 2017

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Creer o comprender. He ahí el dilema

Decía Jorge Wagensberg: “Creer es genética, comprender es cultura” Tomando el aserto como cierto, ¡cuánto pertenece todavía al poder de la genética! ¡Qué pequeña la influencia de la cultura! Y qué difíciles son de convencer los creyentes, convencerlos para que razonen, para que examinen sus creencias o las pongan en duda. Aunque luego decidan volver a ellas una vez hecha la reflexión. Y es que la creencia cobija y la razón está a la intemperie, y hace frío, o mucho calor. El creyente posee un vínculo emocional con lo que cree, por lo que puede ser contradicho por la evidencia sin que sus creencias vacilen. Además, constatamos, casi todas las creencias son creencias inducidas. Nadie las busca, o casi nadie. Le vienen con el nacimiento. Un niño judío creerá lo que su familia y entorno social le ordene creer. Y lo mismo sucede con un niño católico o uno musulmán. Esta verdad de Perogrullo, evidencia apostada a la vista de todos, nadie la dice, y menos se atreven a enfrentarse a ella. Casi todos los creyentes son hipnóticos. Están en trance desde su primer adoctrinamiento. El otro día un médico me decía que la fe era una psicopatía. Qué razón tiene. Pero ya se sabe, una enfermedad extendida no se ve como tal sino como una forma de normalidad. Los raros son los otros, los menos, los que han dejado el aprisco de la creencia confortable. Sí, el hombre prefiere creer antes que conocer. Aunque sólo fuera por pereza. Conocer cuesta esfuerzo, para creer uno sólo debe dejarse arrastrar por el rebaño. Porque, ¿quién se pregunta con honestidad por qué prefiere su fe o sus creencias a las de los demás? ¿Hay alguien que pueda decir: he indagado en todas las fes del mundo y he decidió quedarme con ésta, que considero la mejor, o la más convincente? Nadie hace eso. Si lo hiciera, comprobaría la sinrazón de las fes antagonistas y al cabo la sinrazón de la suya, y perdería la fe, cualquier fe. Yo no creo en la creencia. Yo creo en la verdad efímera, portátil, de alquiler. Para mí la creencia, como para Arthur Koestler, es la fruta del odio. Más mal hará un creyente que mil escépticos, un hombre de fe que quinientos racionalistas. A todos los creyentes yo les diría: “Todo lo que habéis venido creyendo hasta ahora, es mentira! ¡Os jodéis!” Claro que correría peligro de ser lapidado, excomulgado o encarcelado. Suele ser su respuesta.


Zaragoza, 13 de diciembre de 2017