miércoles, 18 de octubre de 2017

El arte de matar con uniforme

El poder, los mandamases siempre han asociado la profesión castrense al honor, al valor, la entrega y el sacrificio, sin ocultar una cierta delectación chulesca en la crueldad, que estiman un mal necesario en su patriótica labor. Es significativa una arenga que recoge Voltaire y que dirigió en 1672 el mariscal de Luxemburgo a sus tropas: “Hijos míos: comed, robad, saquead, matad y violad; y si encontráis algún acto más abominable que éstos, cometedlo, para probarme que no me he equivocado al escogeros, creyendo que sois los hombres más bravos del mundo”. Esta arenga, si bien no tan explícita (por miedo de la prensa democrática) persiste en los modernos ejércitos y pueden verse pruebas de estas “hazañas” en la reciente guerra de Irak, donde soldados occidentales parecen recordar (y seguir) recomendaciones similares a las que pronunciara el mariscal de Luxemburgo. Ya no hay soldados como Arquíloco, que no se avergonzaba de confesar que, en una batalla, abandonó sus armas y echó a correr, para los griegos de entonces el mayor signo de cobardía concebible en un soldado. Arquíloco, con desfachatez (era poeta, no se olvide), relata: “Un tracio lleva ahora, ufano, mi escudo; lo abandoné sin reproche, pero yo me salvé. ¿Qué me importa a mí aquel escudo? Puedo comprar otro del mismo valor”. Lo que nos convendría hoy es que esta actitud de Arquíloco se contagiara en los ejércitos (todos los ejércitos), que los soldados abandonasen sus fusiles, sus cascos, la munición y saliesen corriendo. Juntos podrían quedar para ir a un concierto de rock, al cine o a reunirse para una masturbación ritual. Cualquier cosa entes que desempeñar el oficio de matar. Matar a alguien que no conoces, que no te ha ofendido, simplemente porque corporaciones económicas ansían materias primas o precisan nuevos mercados. ¡Qué empuñen ellos, los directivos y gobernantes, las armas!


Zaragoza, 18 de octubre de 2017

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