miércoles, 28 de diciembre de 2016

¿Hay sexo después de la muerte?

¿Hay sexo después de la muerte? ¿Hay sexo entre los muertos vivientes? Si acudes a un burdel del hades, pagas tú óbolo y te adjudican una mujer que te regala el rictus facial de la mujer de la foto adjunta, ¿qué haces? ¿Pasas directamente a la sección de travestís? ¿Te haces casto a perpetuidad? Y es que en el sexo, salvo el que posea alguna desviación (legítima, por supuesto, muy legítima) la apariencia apacible y serena es esencial. No se puede hacer el amor a un ser enfurecido, ni apático, ni repelente (bueno, un poco repelente…). Las glándulas motoras del apetito sexual necesitan la motivación de la serenidad, el cariño o una complaciente pseudo-pasividad. Por lo menos esto funciona con los caballeros. Con las señoras es otra cosa. ¿No decía un dicho (perdón por la redundancia) que “el hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso”? Y el doctor Marañón, nuestro Freud de andar por casa, aseguraba que el varón-varón (nótese el énfasis en la repetición) poseía la siguiente apariencia: talla reducida (se supone que de altura), piernas cortas, rasgos fisiognómicos intensamente acusados, piel dura y provista de barba y vello. Vamos, la pareja perfecta de la mujer de la foto. Pareciera que Marañón definía a un sátiro, a un fauno peludo, pero no, quería definirnos a los españoles. De todas formas yo no he visto que los tipos que responden a la definición de Marañón (haberlos hay, si bien escasean cada vez más) liguen mucho o se lleven tías buenas al catre. Ellas los prefieren rubios, altos y depilados, vamos, lo contrario al retrato del doctor Marañón. ¿Significa eso que nuestra raza está en declive? Ay si Marañón levantara la cabeza y viera a los varones de hoy, tan acicalados, tan metrosexuales. ¿Qué haría? Meneársela.


Zaragoza, 28 de diciembre de 2016

miércoles, 21 de diciembre de 2016

El budismo, esa tolerancia religiosa

De las religiones, el budismo es la más cómoda. El budismo y sus subproductos son las únicas religiones no proselitistas. Su credo viene a ser sencillo y sus ceremonias fáciles de seguir. Es una religión que tiene lo que deberían tener todas las religiones: amor, poesía y duda. Sus practicantes son cual junco abatido favorable al céfiro, capaces de interrumpir la meditación si cruza el aire quieto una bandada de mariposas en zig-zag. A mil años luz celestiales de esas sectas que obligan a santiguarse, levantarse, arrodillarse, confesarse, inclinarse hasta dar con la cabeza en el suelo, a cantar, a darse la mano, a darse cabezazos contra un muro o fajarse un chaleco con explosivos. Al budista le basta una túnica azafrán y una escudilla. Ah, y un buen corte de pelo, preferentemente al rape. Kafka se quejaba de que en su sociedad sólo se rezaba a un único grupo de divinidades: los dientes apretados. Las religiones orientales como el budismo o el taoísmo se parecen más a lo que Alan Watts denominaba una verdadera religión: la transformación de la ansiedad en risa. Lo contrario de las tres religiones monoteístas de nuestro entorno, llenas de tristeza, crispación, odio y beligerancia. ¿Cómo se puede seguir a una religión cuyo dios es capaz de crear un lugar como el infierno, una religión que afirma y sostiene en su doctrina que si un niño de diez años dice una mentira y luego muere, su dios le hará arder en el infierno para siempre? ¿O esa religión cuyo dios, en un ataque de ira, mandó matar a todos los primogénitos de Egipto? No hace falta recalcar lo que el extremismo islamista provoca hoy en el mundo. Se requiere una pasta especial para sustentar y compartir religiones de ese tipo. La Reforma protestante, se sabe, se debió al estreñimiento crónico de un monje alemán. Un monje que dejó escrito: “Cuando se escucha el nombre de nuestro Señor Jesucristo, todos los infieles e impíos del cielo y la tierra deben atemorizarse”. Y ya lo creo que nos entra miedo. Un cisma por falta de un jodido laxante que le aliviara el vientre. Pero no por tener miedo nos callamos.  Yo abogo por una doctrina donde no pudieran crearse sectas o herejías: por ejemplo, la geometría. La geometría no euclidiana, se entiende.


Zaragoza, 21 de diciembre de 2016

martes, 29 de noviembre de 2016

Qué se necesita para una revolución

La revolución se hace, antes que con cuerpos doctrinales, con consignas y símbolos. La hoz y el martillo y unos cuantos eslóganes realizaron la revolución bolchevique. Ninguno de los que lucharon en las filas comunistas se había leído los libros de Lenin y aún memo ese mamotreto de Marx llamado El capital. Bueno, a lo mejor algunos, como Trosky, pero así le fue. Bastaba para tomar el Palacio de Invierno un efusivo orador, un puño cerrado en alto y una bandera roja. Con la revolución cubana sucedió lo mismo. Ninguno de sus defensores, o muy pocos, habían leído a Martí, al que después proclamaron precursor de su revolución. Y ahora, entre los que defienden la revolución cubana, ¿quién se ha leído los discursos de Fidel o los libros del Che? Pero la foto del Che con boina y la estrellita en su centro han desperdigado la revolución, o sus intentos, por todo el orbe. Y también las barbas de Fidel, recién fallecido, con su sempiterno habano en la boca. Sin embargo hoy, con la paranoia que producen los fumadores, esa imagen es casi un testigo de cargo contra la revolución. Bastaría reunir revolución y tabaco para desprestigiarla en medio mundo. De nuevo jugamos con los símbolos. Estoy seguro de que la próxima revolución, si ello es hoy posible, será una “revolución sin humos”. Y no se referirá a los humos que salen de las bocas de los fusiles sino a que serán revolucionarios no fumadores, grandes recicladores, defensores de la comida ecológica y usarán balas sin plomo. Y echarán en cara al capitalismo no la opresión y alienación de los trabajadores sino su creciente contaminación y desestabilización climática del planeta. Una revolución verde, comandos de Gaia para salvaguardar la naturaleza. Una naturaleza anti-tabaco, anti-taurina y anti-grasa. Y ocurrirá lo que ocurre con las revoluciones: que llegan, pero no será la deseada, será otro tipo de opresión. Y vuelta a empezar.


Zaragoza, 30 de noviembre de 2016

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Homo sexualis

Es el sexo el que mueve al sol y a las otras estrellas, no el amor. El sexo desatado del macho, en celo permanente, es el motor del heroísmo, de la ambición, de las conquistas. El poder y el dinero son sólo medios para acceder al sexo, único objetivo, o al menos el principal, del hombre. La religión y la cultura, es decir el miedo y el raciocinio, apenas si pueden aplacar este deseo de poseer cuerpos. La genética podría ser una parte de la explicación. El apetito sexual viene determinado por la necesidad de procrear que nos transmiten nuestros genes. Cuando esta urgencia genética se da en exacerbo, se puede resumir en este apotegma neo-darwinista: “el pollo es sólo el medio que tiene un huevo de tener otro huevo”. Pero este mandamiento evolucionista, como he dicho, sólo puede explicar en parte el apetito sexual del hombre, casi perenne. Y cuando la fisiología no basta, acude en nuestra ayuda la cultura y nos da el sexo sin reproducción, placer sin responsabilidad, panacea del homo sexualis. La cultura creó la prostitución. Y también el amor de rosas sobre piano. Y otros arbitrios, pues como dice un dicho árabe: “para procrear, las mujeres, para el placer, los efebos, para el deleite, los melones”. La parte de los melones es puramente cultural. Y no importa que las civilizaciones criminalicen el sexo. Ya Freud nos enseñó que la civilización se fundaba en la represión de los instintos. Pero para la urgencia sexual no hay cortapisas ni valladares. En todas las sociedades, incluso en las más puritanas (a veces sobre todo en las más puritanas) han prevalecido las casas de lenocinio, lugares donde poder solazarse con fornicatrices, también llamadas daifas, suripantas, perendecas, pupilas, pelanduscas, meretrices, rameras, y cientos de nombres más, lo que demuestra su arraigo y universalidad. Sin sexo las ruecas se detienen, ningún canto mágico escande ya la rotación del torno. Y es entonces grande consuelo tener la taberna por vecina.


Zaragoza, 23 de noviembre de 2016

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Periodismo que no difama, no ha fama

No hace mucho tiempo, el diario El mundo recogía o insertaba esquelas que recordaban, después de 70 años, que fulano y zutano “habían sido vilmente asesinados por la soldadesca republicana”. ¿Periodismo de investigación? ¿Crónica anacrónica? El mundo, y otros periódicos de feroz derechismo, me recuerdan a una noticia que recogió L’ami du people, el 28 de abril de 1936 (la fecha es mera coincidencia): “Han intentado camuflar como accidente el oscuro asesinato de Marsella. Pero la autopsia demuestra que la víctima ha fallecido a consecuencia de un disparo efectuado por un comunista”. ¿Dónde está el código deontológico del periodismo que todos dicen respetar pero pocos respetan? Decía Jean-Françoise Revel que el mundo actual se divide en países donde el gobierno quiere sustituir a la prensa y países en los que la prensa quiere sustituir al gobierno. ¿En qué caso nos encontramos nosotros? Aquí, como todo en esta España crispada, habría disparidad de opiniones en función de en qué trinchera uno esté cobijado. El periodismo, sobre todo el que practican los diarios de difusión nacional, sufre un exceso de soberbia, quiere ser sumario y totalizador, créense la última verdad del mundo y en el fondo desearían que todas las opiniones se plegaran a sus dictámenes. Como dijo Julien Gracq: “A todos, dentro de ciertos límites, les está permitido hablar; a unos pocos les está reservado saber”. Y la prensa, siempre a la bajura de las circunstancias, habla pero no sabe. Eso hace que la prensa tenga grandes detractores. Baudelaire no comprendía cómo una mano pura podía tocar un diario sin una convulsión de asco. Y Nietzsche decía; “¡Guárdate de los periódicos, de la política, de la cerveza y de la música wagneriana!” Y para Unamuno el periodista era mala y diabólica ralea. Claro que quien más bramó contra la prensa fue Karl Kraus. Pero sobre eso hablaremos largo y tendido en otra ocasión.


Zaragoza, 16 de noviembre de 2016

miércoles, 26 de octubre de 2016

El amor, ese autobús de línea llamado deseo

La frase que emite la mujer del dibujo, imita la frase del personaje femenino de la obra de Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo. En la época que sitúa el dramaturgo la obra, había tranvías. Hoy ya no los hay. O son tan modernos que no semejan tranvías. No como los de antes, con su traqueteo decimonónico. La frase, como es fácil interpretar, es un poco despectiva con este sentimiento considerado el más sublime que puede experimentar un ser humano. Lo reduce a simple deseo, inclinación animal, un mero producto de instintos primarios. Es un concepto del amor que huye de ese pisar nubes y lo emparenta con el hedor de las mucosas, un pasatiempo para satisfacer los deseos del bajo vientre. Pero están los otros, los que elevan este sentimiento de atracción a un sol cuando este sale con toda su fuerza, a una pasión capaz de mover el cielo y las estrellas. Y luego van por ahí ufanos, alegres, altivos, rompiendo el aire cual el pardo jilguerillo, y componiendo epitalamios de sentimentalidad pegajosa. El peligro de esta concepción es que se termina amando la idea del amor y no el amor a una persona. A este respecto cuenta el místico musulmán Ibn Arabí la historia de un enamorado que gime llamando a su amada ausente: “Leila, Leila…”, y cuando ella por fin se presenta, él le dice: “retírate, no me quites el placer de mi dolor”. Y sigue gimiendo: “Leila, Leila…” A menudo sucede esto con la ausencia del ser querido, que llegamos a amar su ausencia, no a ella (o a él). Porque este sentimiento, que a cada experimentador le parece único, se limita a repetir frases y lugares comunes, y actos que todos los amantes han repetido antes que ellos. Y ahí radica su miseria… y su grandeza. Pareciera que, ave fénix, el amor renaciese de la ceniza de cada enamorado. Pero no minusvaloremos lo que este sentimiento debe al deseo, a la carne, a la concupiscencia, a la genética. Porque el amor es fácil si la carne es tersa. En la vejez, el único amor posible es el que describe Unamuno: “No siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer, pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas”. Sí, eso también es amor.


Zaragoza, 26 de octubre de 2016

miércoles, 19 de octubre de 2016

La más excelsa de las artes

La música ha recibido los más altos elogios dentro de las artes: la más refinada, la más sobrehumana, el único placer sensual sin pecado, idioma donde se acaban los idiomas. Incluso se llegó a decir que sin música la vida sería un error. Y no todos los que han proferido estas alabanzas son músicos, que serían juez y parte. Esta “aritmética secreta” (Leibniz) es quizás el arte que más distancia pone entre su materia y el profano. En la pintura, por ejemplo, tener dos ojos y un poco de refinamiento cultural suele bastar. Tampoco sería suficiente, pero la distancia entre del observador con el pintor no es tan grande como en el caso de la música, donde dos oídos no bastan. Incluso saber descifrar un pentagrama no suele ser suficiente. Veo un pequeño abismo entre el compositor y el oyente, a no ser que el oyente sea un compositor o personaje de similar talento y oficio. Tampoco es fácil para el compositor definir o explicar lo que compone. Cuando a Schumann se le pidió en una ocasión que explicara una composición difícil, se sentó al piano y la interpretó una segunda vez. La explicación es la propia melodía. Imagínense que alguien, después de escuchar las coloridas melodías de Mozart, donde todo es alegría sonora, le preguntase a su genial autor de qué pozo profunda sacaba algo tan bello. No esperaría una respuesta del tipo: “Si la gente viese mi corazón se sentiría avergonzada. Para mí todo es frío, frío como el hielo”. Y sin embargo, son palabras de este demiurgo musical, el productor de la música más cálida que darse pueda. Y es que, como dijera George Steiner, cuando se habla de música, el lenguaje cojea. Es un renquear de impotencia, un no poder seguir la marcha armoniosa y veloz de este aliento de las estatuas (atem der Statuen), que dijera Rilke.


Zaragoza, 19 de octubre de 2016

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Odiadores del sexo

Hay odiadores del sexo. Más de los que uno podría sospechar. El puritanismo está más extendido y arraigado de lo que parece. Las causas de este desprecio por el sexo son muchas: mojigatería, hipocresía cultural, gazmoñería beata, enfermedad psicosomática, impotencia, moda intelectual. En una de las cartas de Lord Chesterfield a su hijo se encuentra esta despectiva descripción del acto carnal: “El placer es momentáneo. El coste exorbitante. La posición es ridícula”. Sólo le faltó describir a los participantes con rostro embrutecido y babeante. Esta pudibundez del viejo aristócrata es precursora de la principal corriente de despreciadores del sexo: el puritanismo inglés. Un puritanismo que dio, como resultado opuesto, los famosos clubes de libertinos. La verdad es que el sexo quizá no haya avanzado tanto como otras costumbres o actividades. Hoy el sexo se practica casi de idéntica manera a cuando por primera vez el hombre encontró a la cabra y a la mujer, por ese orden. No es un capricho el citar a la cabra, obsesión de algunos escritores que conformarían un coro excitado (choro lascivo), como Francisco Umbral, quien dijo que la cabra es monstruosa porque tiene cabeza de doncella y sexo de vieja.
            Los orientales nos dieron libros de posturas originales, es cierto, pero más parecen posiciones para gimnastas que para salidos, que es lo que somos la mayoría que no denigramos el sexo. Porque como dijera el reverendo Buda Gub: “haz a menudo el amor, aunque tengas que hacerlo con otro”. Y eso que ya a mi edad comienza a ser verdad la máxima que dice que una buena giñada es siempre mejor que un mal polvo. Cambiemos la palabra giñada por meada (maldita próstata) y la frase me definiría perfectamente. No sé la edad de Sánchez Dragó, creo que es mayor que yo, pero él, con sus conocimientos de sexo tántrico, o del tao del sexo, tanto monta, es capaz de dar satisfacción a una legión de huríes, no todas de edad reglamentaria. Termino con una advertencia árabe: “si no dan plena hartura a las demandas de su cuerpo, los despojos de su carne famélica aullarán sordamente como hienas de sombra por los siglos de los siglos”. Amén.


Zaragoza, 28 de septiembre de 2016

miércoles, 21 de septiembre de 2016

No hay uniforme inocente, salvo el desnudo

¿Han comprobado el cambio de personalidad que conlleva el llevar uniforme? ¿No han notado el empaque orgulloso y los ademanes soberbios de esos uniformados porteros de hoteles o fincas urbanas? En mi juventud, los porteros de muchas casas llevaban uniforme. Eran casas de ricos, claro. La mayoría eran uniformes grises (como sus conciencias) y para entrar en el portal poco menos que tenías que rendirle pleitesía. Inquisidor, mal encarado, con ínfulas de carcelero, embutido en su pompa monocroma te machacaba a preguntas para averiguar a quién ibas a ver y para qué, y si te dejaba pasar te seguía con la mirada, una mirada que sentías que te atravesaba la espalda. Lo mismo sucedía con los serenos (yo no llegué a conocerlos) o los guardas de los parques, tan pintorescos, pero con carabina, que sí conocí en mi infancia. Si incluimos a la sotana dentro de los uniformes, tenemos el cuadro completo. Esos mismos personajes, en camiseta de tirantes y calzoncillos, serían seres normales, prójimos queribles. En uniforme se creen semidioses, criaturas arrogantes, animales soberbios, capaces, como el general Nivelle en la II Guerra Mundial, de enviar a la muerte a 40.000 soldados para no admitir lo absurdo de una decisión precipitada de ataque. Aún creyó merecer medallas por su arrojo. Eso sólo lo puede hacer un hombre en uniforme. Ah, qué promiscuidad esas largas casacas, con botones de damasco y difumino de humedad en los pliegues. Incita a infundir respeto con pleonasmos enfáticos. Un hombre en camisa, tirantes y pantalones de pana es incapaz de enviar a miles de personas hacia la muerte. El uniforme, en este caso militar, también tiene la virtud de reducir el cerebro. Así, Eduardo Galeano nos regala estas frases emitidas por altos militares suramericanos: “¡Estamos ganando la tercera guerra mundial!”, “¡Hemos dado un giro de 360 grados a la historia nacional!”, “El Espíritu Santo conduce nuestros servicios de inteligencia”. Al final tengo que darle la razón a Abbie Hoffman: “Todos los uniformes son enemigos”.


Zaragoza, 20 de septiembre de 2016

miércoles, 31 de agosto de 2016

La revolución

La revolución tiene grandes defensores y grandes detractores. A veces la misma persona durante su juventud la apoya y la execra de mayor. Pero, ¿qué motiva una revuelta tan grande que sea catalogada después por los historiadores como revolución? Para Max Stirner era el material inflamable de la propiedad el que proporcionaba el fuego de las revoluciones. Otras veces es la injusticia, tan pronunciada, tan insufrible, de los gobernantes lo que prende la mecha. Casi nunca se hace una revolución porque sí. Ni siquiera las ideologías más radicales consiguen mover a la gente si les falta el acicate de la opresión extrema. Un pueblo satisfecho y bien alimentado no es revolucionario, es un pueblo que respeta humilde los antiguos muros, léase tradiciones. Todavía estamos lejos de lo que Camus denominó “revolución armoniosa”. Las únicas revoluciones que ha conocido el hombre están teñidas de sangre. Su mise en scène semeja la teatralización del abismo. Quizá no exista otra forma. Saint Just, al comienzo de la revolución francesa, junto con Robespierrre, se pronunció contra la pena de muerte. Quería que las penas se limitasen a que los criminales vistieran de negro durante toda su vida. Quería una justicia revolucionaria que no tratase de hallar culpable al acusado sino “débil”. Robespierre y Saint Just murieron guillotinados. Sin vestir de negro, una cuchilla les rebanó los pescuezos con furor revolucionario. Quizá tenga razón Milorad Pavic y aquel que quiera cambiar el mundo deba volverse peor que ese mundo. Hombres puros como ángeles y orgullosos como demonios. Pero no estaría de más recordar que cuando la utopía llama entra por la puerta el terror. Un terror que, de mantenerse, como bien dijera Octavio Paz, delata que el Estado Revolucionario ha degenerado en cesarismo.


Zaragoza, 31 de agosto de 2016

miércoles, 24 de agosto de 2016

Las enseñanzas de Maquiavelo

¿Inventó o dedujo Maquiavelo los consejos que aparecen en El Príncipe? Fuera lo que fuera estoy seguro de que los príncipes de su época le echarían en cara que airease sus métodos. Pero lo que vino a descubrir Maquiavelo, y es válido para cualquier época, es que el ciudadano ordinario posee un código ético muy superior al de sus gobernantes. En la antigua China, las cosas fueron, durante algún tiempo, diferentes. Lao Tse, anti-maquiavélico, decía que gobernar un estado era como freír un pequeño pez. Había que prevenir que éste se quemase o quedase crudo. Se necesitaba una mano cuidadosa. Pero no sólo era teoría. En el año 201 antes de nuestra era, cuando un general Ts’ao fue nombrado gobernador del populoso estado de Chi, eligió a un viejo filósofo taoísta para que fuera su consejero principal. Este consejero le dijo al general que el mejor modo de gobernar su gran estado, que comprendía sesenta ciudades importantes, era no hacer nada y dar un descanso al pueblo. El gobernador siguió su consejo y durante los nueve años que duró su gobierno el pueblo prosperó y su administración fue considerada la mejor del imperio. Igual a Maquiavelo también se le ocurrió esta solución, pero previendo que se mofarían de él los príncipes, prefirió alabar su vanidad desvelando sus crueldades. Pero no se piense que a Maquiavelo sólo le siguen los políticos de derechas. Las dictaduras comunistas, en un intento de crear sociedades indestructibles, mezclaron la política de Maquiavelo y el sistema suasorio de los jesuitas: para el cuerpo la violencia sola, para el espíritu la mentira y la propaganda. Bakunin ya lo denunció. Y es que Maquiavelo vale tanto para una hornacina como para una insignia.


Zaragoza, 24 de agosto de 2016

jueves, 18 de agosto de 2016

¿Quién manda en la política?

¿Alguien ha visto a algún candidato dirigiéndose en televisión a los ricos? No. ¿Por qué será? Quizá porque ellos, los ricos, no necesitan participar en la liturgia del voto para nombrar gobernantes. Porque bien pudiera ser que los que en realidad mandan no sean los elegidos por votación en las bacanales electorales. Quizá porque si el voto cambiara algo, ellos lo ilegalizarían. ¿Ellos? Sí, ellos. Quienes sean. Gobierne quien gobierne, ya lo hemos visto, el Euribor sube lo que quieran quienes lo controlen, que no es el parlamento europeo. La especulación inmobiliaria triunfa sobre cualquier programa político. ¿Qué esto falla?, pues recortes en los sueldos y en las pensiones, extensión del mínimo necesario de años para la jubilación, lo que haga falta para que los que mandan ganen. Pese a las sucesivas crisis, los beneficios de las grandes fortunas se incrementan año tras año sin importarles la ideología del gobierno que supuestamente tendría que controlarles. La historia sigue esperando la victoria del hombre ultrajado. Pero eso no ocurrirá bajo el dominio de esta democracia. Hitler dijo que para ganarse a las masas es preciso contar en partes iguales con su debilidad y su bestialidad. Él optó por exacerbar la bestialidad. Y Vázquez Montalbán afirmaba que siempre se gobierna con las manos sucias, te dé el poder un golpe militar o diez millones de votos. En unos cálculos que se hicieron en unas elecciones de Estados Unidos, se confirmó que en ese país de casi 250 millones de habitantes bastaban los votos del 8 % de la población para elegir un presidente. Primero se descartan los que no tenían derecho a voto, los que teniéndolo no lo ejercieron, los votos nulos y los del contrincante. Sumados los votos que eligieron al presidente (Reagan), estos sumaban un 8 % de la población. Un 8 % de la población eligió al presidente de la nación más poderosa del mundo. Menos mal que en ese país, árbitro del mundo, el ciudadano posee tres cosas de valor inapreciable: libertad de palabra, libertad de conciencia y la prudencia de no utilizar nunca ninguna de las dos. Lo dijo Mark Twain.


Zaragoza, 18 de agosto de 2016

lunes, 25 de julio de 2016

Por la pereza hacia el éxito

La pereza es vicio que se nos achaca a los españoles. Dejar para mañana lo que el centroeuropeo, paradigma de la diligencia, hubiera realizado anteayer, o quizás antes. ¿Pero es tan desaconsejable la pereza, la indolencia, la pigricia? ¿No dicen que la filosofía nace del ocio? ¿Y qué es el ocio sino una pereza con pedigrí etimológico? La pereza, se nos dice, conduce al fracaso. Pero, ¿qué es el fracaso? Para Umbral fracasado es el que a los cuarenta años viaja en metro. Pero eso sería en sus tiempos, tiempos de pantalones de tergal y camisas terylene. Hoy cualquier estúpido inunda las calles con su utilitario o 4x4, dejando el transporte público para los aristócratas de los desplazamientos, los ecologistas, los antiglobalizadores que pasan de los autos y su bombo mediático. Porque, yo me pregunto: si alguien se propone fracasar y tiene éxito, ¿ha triunfado o fracasado? Eso es lo que nos pasa. Queremos algunos fracasar para al menos tener el consuelo de ese éxito. Éxito pírrico, de acuerdo, pero éxito al fin. Y no olvidemos que la pereza, como el tedio, es inefable. Nadie puede distinguir la pereza de la contención, del hastío productivo, del ocio filosófico. Pereza es cese del ansia y la sed de los oficios, es renunciar a la triste lotería de la libertad que es tener que improvisar. La diligencia es un atavismo. Recuerdo que mi padre, gran perezoso, solía decir que le gustaba madrugar para estar más tiempo sin hacer nada. ¿No vale esa actitud toda una filosofía? Quien no se deja poseer por la pereza no alcanzará a sentir el sabor profundo de la vida, la riqueza de esa madre que crece en el fondo de la vasija. La felicidad se enseñorea, nos dice Gil-Albert, de aquel que vive apremiado entre el trabajo y las diversiones. Y ello le condena a ser criatura dispuesta al salto supremo de la bienaventuranza. Morir cada día en la pereza para resucitar al día siguiente, y sucumbir de nuevo.


Zaragoza, 25 de julio de 2016

lunes, 18 de julio de 2016

A vueltas con la inmortalidad

Qué pocos humanos se conforman con pasar la vida sin dejar rastro, siquiera una pequeña estela que les recuerde cuando ya no estén. La forma tradicional y más sencilla de dejar un recuerdo son los hijos, que a su vez tienen hijos, etc. Pero esta forma de inmortalidad “biológica” dura como máximo dos generaciones. El hombre necesita más. Necesita siglos, milenios. Y eligió las artes, la filosofía, la ciencia. Leonardo Da Vinci vive entre nosotros, Shakespeare y Cervantes son leídos (y recordados) todos los días. Y eso produce envidia, y acicates. Y entonces los humanos tratan de, por sus obras, o gestas, vivir para siempre en parnasiana apoteosis o morir en el intento. Aspiración que contrasta con los que, encarrilados hacia la fama póstuma, tratan de denigrarla, quitarle importancia, no se sabe si para disuadir a posibles competidores o por falsa e hipócrita humildad. Así, Rimbaud decía que la eternidad apenas si era el mar mezclado con el sol, Breton exclamaba: “¡Eternidad, eternidad! ¡Déjenme primero contar hasta diez!”, y Francisco Umbral, ante la pregunta de lo que la eternidad fuera, contestó altivamente que “cal y fosfatos”. Otros autores fueron más allá, como Ramón Gómez de la Serna, que nos dijo: “Ya soy inmortal, ¿y ahora qué?” Pues a descansar, tonto, a pasearte y mirar en Google cuántas entradas tienes al teclear tu nombre. Claro que en tiempos de Ramón no había Internet. (No quiero imaginarme lo que hubiera dado de sí un supra-imaginativo Ramón con una herramienta como Internet). En fin, que quienes han alcanzado los umbrales de la inmortalidad, la fama póstuma, tratan de inculcarnos a los demás el desprecio a la misma. Ya lo supo sabiamente la Iglesias de los SubGenios: “El poder corrompe, pero la esperanza de conseguir la inmortalidad, corrompe todavía más”.


Zaragoza, 18 de julio de 2016

lunes, 27 de junio de 2016

¿Vida después de la muerte?

Las principales religiones monoteístas predican que la existencia es un período de tránsito, que la vida verdadera está en el más allá, después de la muerte. Tanto recalcar que los asuntos de dios no son de este mundo conduce a que los fieles se sometan de buen grado, dóciles, a los poderes mundanos, en estrecha colaboración (complicidad) con el sacerdote y la jerarquía del culto. ¿Nos maltratan, nos roban y nos humillan? No importa, nuestro reino no es de este mundo, este sufrimiento, bien ofrecido a dios, nos permitirá pagar el impuesto que da acceso al cielo.  Y mientras, con frivolidad escolástica se nos predica que vivir es un error metafísico de la materia, ellos, los ricos, los poderosos, los que van de fiesta en fiesta y de orgía en orgía, morirán de viejos en sus yates y palacios, pero irán al infierno. Y este pensamiento alegra, o consuela, al creyente, quien desearía, a través de un velo ecuóreo, atisbar los tormentos de estos gozadores de placeres. Que un prójimo se pudra entre tormentos por toda la eternidad, les regocija. Se lo han buscado, alegan. Lo que, lógicamente planteado (lógica teológica, si tal cosa pudiera darse), ese regocijo en el sufrimiento ajeno es un pecado y por ello les hace merecedores de arder con sus denostados ricos en el mismo infierno. Lo que muestra que, al final, si existiese un juez superior ecuánime y omnisciente, debería condenar tanto al poderoso y al ricachón como al pobretón infeliz que se consuela imaginando el castigo de los mencionados. Todos al averno. Pero a los primeros que les quiten lo bailado, lo bebido, lo comido, lo fornicado. Adquirir consciencia de estas circunstancias conduciría a la incredulidad de la masa de fieles, lo que a su vez conduciría a la inestabilidad política y a la pérdida de privilegios por parte de mandatarios y sacerdotes. Por eso se inventó, en cada religión-de-un-solo-libro, la figura del exégeta, el entendido, el personaje que tiene el monopolio de la interpretación de los textos sagrados. Son los sacerdotes, los rabinos, los imanes. Pero ya existía, sobre todo en occidente, una porción importante de incrédulos que oponían su libre pensar al de estos exégetas, su agnosticismo a la fe. Y entonces vino la televisión, el fútbol, el teléfono móvil, y desniveló la balanza de nuevo.


Zaragoza, 27 de Junio de 2016

lunes, 30 de mayo de 2016

El despertar de la mente

¿Conocen esa filosofía que recomienda pensar en el sonido de una sola mano aplaudiendo? No, no es una filosofía para mancos, es el zen. El zen está dirigido a conseguir el despertar de la mente, o conciencia. Sus adeptos no ambicionan el conocimiento, ni el saber, sólo estar despiertos. Es por ello que al novicio le lanzan acertijos sin sentido por si, en una de estas, la mente se le abre y lo resuelve. Se habría alcanzado entonces el satori o iluminación, que es, eso dicen, como si se instalase en el corazón de cabritilla del aspirante un intruso de leve llama. Accedido a ese plano, la vida cobra su pleno sentido, que es el no tener sentido. Claro que esto lo presupongo, porque yo no he alcanzado la iluminación. Y esto lo sé porque no se ha disparado mi recibo de la luz. ¿Otro acertijo? También dicen que practicar la filosofía zen es cabalgar sobre un buey en busca del buey. Lo que si hay que concederle a esta doctrina, filosofía, o lo que sea, es su falta de liturgia, o su liturgia minimalista. Sólo se necesita una esterilla y una postura. Si acaso un maestro que nos indique el objeto de meditación o nos facilite el acertijo que puede traernos la iluminación. No hay iglesias, no hay jerarquías con ropaje de oropel, no hay dogmas y por lo tanto no hay herejes y por tanto no hay piras purificadoras. Tampoco hay un libro o doctrina. ¡Guárdate del hombre de un solo libro!, dice un sabio aserto. Todas las religiones monoteístas cultivan este tipo de hombre que conocemos como fanático. Todas son intransigentes, dogmáticas, exaltadoras de la pulsión de muerte. El zen no predica ni la paciencia ni el reposo porque el zen es paciencia y reposo. Para el zen ver claro es no actuar. El zen es magia liberada de la mentira de ser verdad. El zen es, por último, tolerancia. Ningún monje budista ha matado en nombre de su credo. Preferiría renunciar a su credo, pues su credo es ninguno. He ahí su secreto. Pensar ligero, viajar ligero, vivir ligero. La sencillez hecha filosofía. La simplicidad convertida en doctrina. Lo infantil elevado a la categoría de lo sabio. El amanecer como estado de ánimo. ¡Qué profundidad!


Zaragoza, 30 de mayo de 2016

martes, 17 de mayo de 2016

No oír, no ver, no hablar


En el cuadro anterior que supuestamente representa la felicidad: no oír, no ver, no hablar, el dibujante ha incluido a un tipo que es el único que parece feliz, pues sonríe, y que adivinamos sin esfuerzo que es quien ha ordenado a los otros sus actitudes como prueba de sumisión. De la filosofía que explica que la felicidad es la indiferencia hacia el mundo (ejemplificada por los tres monos de la izquierda), se ha pasado a la doctrina que cifra esta felicidad en las posesiones: salud, dinero y amor, y tiempo para gastarlo. Sobre todo el dinero, del que se ha llegado a decir que no hace la felicidad sino que la compra ya hecha. Ah, cómo me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son infelices. Ya lo dijo Antonio Porchia: “el no ser feliz es lo único que pagan todos, y es lo único que podría obtenerse por nada”.
            Camilo José Cela achaca a los chinos haber dicho: “Si quieres ser feliz un día, embriágate; si quieres ser feliz un mes, cásate; si quieres ser feliz un año, aprende los nombres de las flores y el de los pájaros y el camino de las estrellas; si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero”. Ya se sabe: jardinero a tus jardines.
            La felicidad, que parece un concepto indefinible, no se ha librado de intentos de medición. El pensador inglés del siglo XVIII Jeremy Bentham elucubró una fórmula sencilla para medir la felicidad. Introducía en la ecuación los placeres y las penas ponderadas por grados de intensidad, duración, certeza, rapidez, pureza, etc. Y en Estados Unidos existe un Barómetro General de la Felicidad, que en su última edición concluyó que el pueblo más feliz del planeta era el danés, con un 50 % de su población que asegura ser feliz, seguidos por los australianos y los norteamericanos. Esta manía cuantificadora llevó a un colegio estadounidense a calcular y divulgar que un buen matrimonio proporciona la misma felicidad que un sueldo de 100.000 dólares al año. ¿Tan en poco valoran la felicidad?
            Yo prefiero no darle vueltas al asunto de la felicidad y me limito a decir con Ramón Gómez de la Serna: “A las cinco de la mañana me caliento café y me digo: Todo el que se calienta el café es feliz”. Claro que yo prefiero calentarlo a las nueve de la mañana. Me hace más feliz.


Zaragoza, 18 de mayo de 2016

miércoles, 11 de mayo de 2016

¿Alguien va de putas?

¿Alguien va de putas en este país? El otro día vi en una librería un libro titulado, con acierto: “Nadie va de putas”. Analizaban los autores el sector de la prostitución en una sola provincia: Zaragoza. Y a tenor de las cifras, tanto de locales de alterne y de dinero movido en tales actividades, el sector de busca de orgasmos fingidos superaría en negocio a la mayoría de los sectores económicos de la provincia. Pero como dicen los autores en el título, nadie va de putas. Pero haberlos, haylos. Y es que la sociedad actual, impregnada de hipocresía cristiana, no sabe organizar el amor. En la antigua Grecia tenían el gineceo, donde estaba la esposa y que servía para procrear. Luego tenían a las hetairas en el simposio, que les servían para expandir el espíritu. Para las guarrerías y satisfacción pura de instintos tenían en el lupanar a la dicteriada. Un modelo trifásico del amor. Aquí el modelo trifásico sólo sirve para nombrar a las personas del Verbo. Y así nos va. Los árabes también explotaron el modelo trifásico: para la procreación, las mujeres; para el placer, los muchachos; y para el deleite, los melones. Y todavía hay quienes dicen que los árabes no han llegado lejos en la civilización. Mientras tanto, nosotros, denigrando el lupanar. Sin saber que lupanar viene de lupa, loba, lo que lo emparenta con liceo, pues en griego licalos equivale a loba, lupa en latín. Y nosotros enviamos a nuestros hijos al liceo pero no nos atrevemos a ir al lupanar. Y digo yo que si hay tantos nombres para designar a las follatrices debe ser porque muchas mentes las mientan y las montan. Y es que a estas pupilas o capulinas, suripantas, daifas, pelanduscas, meretrices, rameras, mundarias, yirantas o clandestinas, son las únicas a quienes poder decir: “Bonitas piernas, ¿a qué hora abren”. Pero no olvidemos que son piernas con peaje.


Zaragoza, 11 de mayo de 2016

miércoles, 4 de mayo de 2016

Imaginar la sociedad ideal

Traten de imaginar una sociedad ideal: comodidades norteamericanas, cultura europea, clima caribeño, maneras asiáticas, alegría africana… y sin hombres, salvo usted. O, en caso de permitir la entrada a seres de su mismo género, despojarles de todo vestigio de pecado original. Porque sin un original no hay copias, sin un primer pecado, canonizado por el arbitrio religioso, no habría pecados. Así, además, eliminamos la nostalgia del pecado, que es quizá el pecado mayor, el principal tentador. ¿O si fuera la inocencia, esa culpa que no se reconoce como culpa, la culpa mayor? Eso intuía Octavio Paz. Pero no nos dejemos seducir por bellas palabras. Esta sociedad, donde los explotadores son capaces de contratar muertos para abaratar la mano de obra, merece otro analizador de pecados: Kafka. Para Kafka hay dos pecados humanos principales, de donde derivan todos los demás: la impaciencia y la negligencia. La impaciencia, según Kafka, fue la que causó que nos arrojaran del paraíso, y por la negligencia volveremos a él. Sí, Kafka es el sociólogo adecuado para juzgar nuestra sociedad. En sus doctrinas no hay islas que cobijen, dioses que premien o augures que descifren. Como mucho, una muchedumbre apretujada de caras, a cuyo nivel boga la barca mística. Tendríamos que plantarnos, como Thoreau, y no considerarnos miembros de una sociedad en la que no nos hayamos inscrito personalmente. Un acta de pertenecía. Sería necesario entrar de forma oficial y voluntaria en la sociedad que elijamos: la sociedad de consumo, la sociedad global, la sociedad vasca, o en cualquier otra que desee constituirse legalmente. Y fuera de ella los fronterizos, los solitarios, los inconformistas, individuos capaces de una risa de oro, para los que pertenecer es una banalidad. Porque una vez que acepta uno los principios de estas sociedades de calidad equiparable, incluso el más nimio, está atrapado. Literalmente enganchado, adicto al sistema, a cualquier sistema. Atrévete, independízate, escápate del sistema, enarbola con orgullo tu bandera de andar solos. El único pecado es ser apocado.


Zaragoza, 4 de mayo de 2016

lunes, 4 de abril de 2016

La risa como catarsis

La risa es una liberación. Quien se ríe, por lo pronto no llora, lo cual ya es una ventaja. Claro que cuando uno se ríe no puede hacer otras cosas divertidas, como comer o copular. Pero también impide matar, humillar, zaherir. Y eso es una segunda ventaja. Pero no deja de ser curiosas esa expresión tan nuestra de “matar de risa”, que erige al humorista en asesino o verdugo. Ya quisieran poseer tanto poder. Sería un superpoder, lo que les convertiría en superhéroes. El hombre que mata con la risa, o de la risa. Sin embargo tiene más sentido lo contrario: matar de aburrimiento. El aburrimiento es un tósigo que mata lentamente. Y algo bueno debe tener la risa cuando ha sido mal vista por casi todas las religiones y todas las tiranías. El cristianismo primitivo ya condenaba la risa. Tertuliano, Cipriano y San Juan Crisóstomo atacaron los espectáculos de mimos, las risas y las burlas. San Juan Crisóstomo afirmaba, con esa seriedad estúpida que otorga el ser uno de los padres de la Iglesia sin saberlo, que la risa no venía de Dios, sino que emanaba de su enemigo oscuro, su reverso tenebroso: el diablo. El cristiano necesitaba del dolor, de la aflicción, de la seriedad del arrepentimiento. El cristianismo es un continuo recordar que portamos, desde niño, una calavera dentro. Mahoma, por su parte, prohibía a sus discípulos hacer bromas. También aconseja este profeta no reír en exceso, pues ello debilitaba el corazón. Una sura coránica dice literalmente: no abuséis de la risa si no queréis ser repudiados por los corazones. Y no, la verdad, no nos imaginamos a esos imanes que proclaman la yihad, a esas bombas andantes al servicio de Al-Qaeda, riéndose. Lo hacen con total seriedad. Una seriedad mortal, llenos de luto sus corazones. Los judíos ya hemos visto cómo las gastan. Claro que después del holocausto nazi pocas ganas les deben quedar para reír y haber bromas. Woody Allen es una aberración, un hereje. A lo mejor ni es judío. Ni siquiera el dios de los judíos tenía sentido del humor. Sólo hay que leer las plagas que arrojó contra los egipcios. En fin. Nos quedaría el budismo, pero claro, el budismo no es una religión intransigente. Por ahora. Quizá esa sea la palabra clave: intransigencia. Y es una palabra que no da risa.


Zaragoza, 04.04.16

miércoles, 16 de marzo de 2016

El sexo y sus detractores

El sexo, quien lo duda, es uno de los acicates más seductores de la sociedad. Me atrevería a decir que casi todo se mueve alrededor del sexo. ¿Para qué quiere el poeta publicar sus versos o ser flor de oro en un concurso poético? Por una mujer, o por las mujeres. Para tener más opciones de practicar “la divina pelea” que es término casto del melindroso Pemán (cómo contrasta la melindrosidad de Pemán con la directa sencillez de marcial: Mi verga es sorda (mantula surda), pero por muy tuerta (lusca) que sea, ve (illa videt)). El sexo, dijo Henry Miller, es una de las nueve razones a favor de la reencarnación, careciendo las ocho restantes de importancia. Y qué magnífica es la carne, la cópula, el goce, qué entrega presupone, una entrega que sólo puede ser total, sin subterfugios ni fingimientos. Y qué denigrado ha sido el sexo por todos los sacerdocios. Pierre Bayle refiere la noticia de un sacerdote tan casto que no conocía ningún rostro de mujer y hasta temía tocarse a sí mismo. Sólo de pensarlo convulsionábase en apopléticos furores. Estaba claro que, del goce, lo que menos le gustaba era experimentarlo. También refiere Bayle de otro padre (en sentido espiritual) que tenía el olfato tan fino en esta disciplina (no sé si esta sería la palabra más adecuada), que la proximidad de personas licenciosas le afectaba por medio de un olor insoportable. Percibía en la energía sexual un rastro enigmático, un detrito bestial que hedía. A lo mejor sufría el hombre de halitosis y lo que olía era su propio aliento. Este santo varón, seguramente un hombre púdico en el sentido romano de la palabra “púdico”: no sodomizado, puede que fuera dron, pues según la Iglesia de los SubGenios hay cuatro sexos: masculino, femenino, masculino-femenino y neutro o dron. Esos sacerdotes de los que habla Bayle eran drones, seguro. Deberían recordar, esos pobres hombres, que allá por 1786, el alemán S. G. Vogel inventó la palabra “infibulación”, que daba nombre a un sistema para encerrar en cajas portátiles las manos, al objeto de impedir la masturbación. Pero a este señor “pájaro” (Vogel), experto en jaulas anti manolas, se lo olvidó resguardar al ave más canora, pues dejó libre el objeto capaz de disfrutar de un buen francés, mamada o felación, que de todas esas maneras puede uno llamar a esta forma elevada de placer. Putos drones.


Zaragoza, 16 de marzo de 2016

miércoles, 9 de marzo de 2016

La locura, concepto resbaladizo

La locura es un concepto huidizo y administrable. En la antigüedad se tachaban de locos a seres que hoy serían curados con una simple pastilla. La histeria en las mujeres predisponía a quemarlas en la hoguera. La sinceridad era una intolerancia, o una enfermedad. Sospechábase de la cordura de quienes portaban sonrisas que parecían flotar sobre un vértigo. Y, sin embargo, se adulaba a regentes bobos o mandatarios autistas. Pero en todas las épocas la locura viene definida por la sociedad dominante. Es loco aquel que los médicos de la clase gobernante considera que es loco. La nueva psiquiatría, que floreció en la segunda mitad del siglo XX, quiso subvertir esta situación, o al menos denunciarla. No bastaba, argumentaban, tildar de loco a una persona para tenerla encerrada, o hacerlo simplemente porque su comportamiento choque con la normalidad cívica, que es un concepto también impuesto. En esa línea, Foucault decía que la locura era un sentido variable según los siglos, no una enfermedad. ¿No han sido tildados de locos muchos genios hoy admirados? Van Goh pasó por loco; y Richard Dadd, pintor genial, poseído por una mágica trágica música mística. Y Schumann y Nietzsche y Hölderlin. Ya lo advirtió Shakespeare:

The lunatic, the lover and the poet
Are of imagination all compact

Y es que quien vive sin locura, no es tan cuerdo como cree (La Rouchefoucauld). Pero la locura más peligrosa no es la de los individuos, que poco daño pueden hacer, sino la de los grupos. Las masas, cuando dan en la locura, o insanía, son terribles. Arramblan con cualquier sensatez que encuentren a su paso. Conocidas locuras son los nacionalismos, cualquier nacionalismo, una enfermedad que ve en la cordura de los demás un enemigo. Pero para estos locos no hay camisas de fuerza, ni manicomios, no hay quien los encierre, pues incluso los loqueros se contagian de su mal. Y no son locos pacíficos, son locos de demencia vengativa y furiosa. Son locos que sólo se aplacan con sangre, sudor e himnos.


Zaragoza, 9 de marzo de 2016

miércoles, 2 de marzo de 2016

La ciencia es un reino donde el hombre se pierde

La ciencia es un reino donde el hombre se pierde. Creo que lo dijo Jorge Guillén. La ciencia trata de explicar el universo conocido, desentrañar sus leyes, con la esperanza de, encontrada la razón última, explicar (¿justificar?) nuestro pasmo ante la vida. Una noción que creó un nuevo paradigma en la ciencia fue la concepción de Einstein de que la realidad constituía un continuum espacio‑tiempo. Es decir, sin espacio no habría tiempo y sin tiempo no habría espacio, siendo ambos conceptos indisolubles. Es difícil de aprehender esta noción pero sus implicaciones son tan importantes que debería ser obligatorio conocerla. De ella se deriva un gran venero de especulaciones misteriosas. Por ejemplo: ¿Cómo se puede ser un alga, o una medusa, y al mismo tiempo capitel? Pero no desvariemos. Esa foto que a veces se nos presenta: el tiempo detenido sobre un paisaje, parado como una bobina de película, no existe. Sin el concurso del tiempo, que nos hace (y nos deshace), no habría paisaje, ni foto, ni observador. Y el tiempo puro, sin espacio donde recrearlo o imponerse, sería también nada, mera entelequia. Ambos van unidos. Pero sigamos. Según postula la moderna Teoría de Cuerdas (o sea, que no están locas) la realidad que conocemos tendría no las cuatro dimensiones que apreciamos (tres espaciales y una temporal) sino 10 dimensiones (nuevos avances hacen crecer este número a once, pero para nuestro propósito nos bastan diez), de las que en la primigenia Gran Explosión (Big Bang) sólo se desarrollaron cuatro, las que conocemos. Las restantes permanecen con nosotros, pero enrolladas en un espacio de 10-33 centímetros, y por tanto imperceptibles para nuestros sentidos. ¿Qué hubiera sucedido si en vez de cuatro dimensiones se hubieran desarrollado cinco o seis? El mundo no sería como el que conocemos. Es muy posible que en esa alternativa el hombre no hubiera surgido. Y es curioso que cuando nosotros, los humanos, pensamos en un número superior de dimensiones siempre las imaginamos espaciales, siempre las concebimos como pasos más allá del cubo. Sin embargo, podrían darse nuevas dimensiones temporales, o dimensiones de una cualidad ahora inimaginable, una dimensión que fuera la vinculación más rápida entre un riachuelo y la Vía Láctea. Pero eso no lo considera nadie. Quizá porque sea difícil imaginar una segunda dimensión temporal, y no digamos una dimensión de otro tipo. ¿Cómo sería una segunda dimensión temporal? ¿Habitaríamos dos universos a la vez, cada una con un tiempo diferente? ¿Cambiaría la actual flecha del tiempo, que viene avalada por la segunda ley de la termodinámica? Si es difícil imaginarse una cuarta dimensión espacial aún más difícil es imaginarse una segunda dimensión temporal. Ello se debe, sin duda, a que dimensiones espaciales tenemos tres y sabemos cómo se pasa de una a otra: línea, plano, cubo. Y aplicando el proceso nos atrevemos a imaginar lo que se ha llamado el hipercubo o teseracto, que sería un cubo donde sus lados se transforman a su vez en cubos. Sí, otras dimensiones son difíciles de imaginar, pero quizá debamos entrenarnos, por si acaso.


Zaragoza, 2 de marzo de 2016

miércoles, 24 de febrero de 2016

El duro camino de la liberación de la mujer

No sé quien dijo que el matrimonio no era una palabra sino una sentencia. Probablemente un inglés, pues “sentence” (sentencia, en inglés), significa frase. En español también, pero no en su primera acepción. La frase, también, se adivina que ha sido escrita por un hombre, un hombre casado. Los hombres siempre pensamos que el matrimonio nos “ata”, que nos quita libertad, lo que de forma complementaria viene a significar que para ellas es una liberación, una conquista de márgenes donde ejercer la libertad. En nuestra corta historia (me refiero a la mía y la de mis contemporáneos, esos que comparten no sólo mi sitio en el mundo sino mi edad), esto fue verdad, porque la mujer sin matrimoniar sólo podía realizar tareas domésticas, servir a sus hermanos varones y a sus padres, asistir a novenas y rosarios y, como mucho, salir a pasear los domingos con las amigas, a veces seguidas por chaperones. Para ellas, entonces, el matrimonio las liberaba de una esclavitud, lo que no evitaba que a veces cayeran en otra, pero más leve: de servir a muchos a servir a uno. Pero siempre podía viajar, trasnochar e ir a bailar… con su marido. Así, hasta la llegada de los hijos, saboreaba un poco la vida. Con los hijos les sobrevenían nuevas horas de clausura, pero éstas alegres y maternales. Hoy las cosas, afortunadamente, han cambiado. La mujer soltera, en la mayoría de los casos, puede hacer la misma vida que un hombre. Un hombre soltero, claro. Y además está el divorcio. La ley permite ahora no aguantar a un cónyuge mal elegido. Antes de ser legal el divorcio, una mujer debía soportar cualquier humillación del marido porque así lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Los hombres, incluso sin divorcio, tenía en gilesco “ahí te quedas”, pero la mujer ni eso. Si ella se iba, la Guardia Civil se encargaba de devolverla al marido y, si se terciaba, con un par de “hostias” bien dadas. Ah, qué duro el camino de la liberación de la mujer.


Zaragoza, 24 de febrero de 2016

miércoles, 17 de febrero de 2016

El consciente negocio del inconsciente

Hay un proverbio que dice que quien va al psiquiatra debería visitar a un psiquiatra. Freud inventó el negocio clínico del siglo. Un negocio que sólo necesita de un título (seis o siete años de universidad), una consulta con la siguiente frase de Ortega y Gasset expuesta en la pared a la manera de motto: “El deber del hombre no es poseer, sea como sea, soluciones, sino aceptar, sea como sea, los problemas”, un diván y una ventana que dé a un patio umbrío, cuanto más umbrío mejor. Y mucho morro, añaden los descreídos. Pero yo cambio el morro por labia, palabra menos ofensiva. Ayuda el gastar barba, tener voz profunda y llevar gafas con moldura de pasta negra. Los pacientes acudirán. Claro que para que esta profesión se convierta en una auténtica máquina de hacer dinero, uno debe ejercer en Estados Unidos. Allí los Woody Allen crecen como hongos y los psiquiatras poseen mansiones y pueden permitirse coches de lujo asiático. Y total, todo lo que su oficio les demanda es tomar un cuaderno, un lapicero (o pluma estilográfica con punto de oro) y escuchar las confesiones de un hipocondríaco tumbado sobre un diván. De vez en cuando emitir un gemido de asentimiento o un conveniente: “prosiga”, y ya está. Avisarle de cuándo se ha pasado el tiempo, comentarle brevemente los progresos que observa (aquí es importante utilizar un lenguaje pseudo-clínico y pseudo-mitológico) y citarles para la próxima sesión. Ah, y al cerrar la puerta tras despedir al cliente (perdón, paciente) hacerlo con el gesto cuidadoso con que se cierra la habitación de un moribundo. No en vano dijo Lacan que el psicoanálisis es una lingüística aplicada. Embarullar/consolar con palabras, cuanto más esotéricas mejor. Ayuda el mantener los monstruos de la conciencia bajo un velo de misterio. Es importante no sacarlos a la luz. Porque como afirma Derrida: “los monstruos no pueden ser anunciados. No se puede decir aquí están nuestros monstruos sin convertirlos inmediatamente en mascotas”. Y los pacientes no pagan para que los protejamos de sus mascotas. Necesitan sus monstruos, cuando más peligrosos y potencialmente dañinos, mejor. Además, y resulta muy curioso, el psicoanálisis es la única profesión que puede ordenar a sus pacientes que se acuesten con sus madres. Obviamente, sólo si pretenden curarles su complejo de Edipo.


Zaragoza, 17 de febrero de 2016

miércoles, 10 de febrero de 2016

Las inútiles cumbres por la paz

En las cumbres por la paz está mal visto que en el menú se incluya pichón. Y sin embargo, suele ser el volátil sacrificado. Los mandatarios acuden en sus coches oficiales, con cientos de guardaespaldas, secretarios, asesores… Los países occidentales atavían a sus dignatarios con trajes oscuros y corbata. Los árabes acuden de árabes y muchos africanos con vestimentas holgadas de colores chillones. Nunca falta quien acuda con uniforme militar. Yo creo que estos estereotipos, petrificados por el protocolo y las enormes medidas de seguridad, son las culpables de que nunca se alcance un acuerdo satisfactorio, satisfactorio para los ciudadanos del mundo, que esperaban soluciones de este tipo de reuniones. Imagínense por un momento que el presidente de Estados Unidos acudiese en bermudas, camiseta de tirantes y un sombrero charro. El primer ministro británico con frac pero sin pantalones, con ligueros de calcetines. El presidente español vestido de torero, o de manola, y el del Japón con un traje de Madame Butterfly. Los africanos serían los que menos cambiarían, podrían incluso vestirse como ahora sin desentonar. Brasil mandaría a unas mulatas con biquinis de lentejuelas y bailando samba. El mandatario italiano iría de hombre Martini y se pasaría el índice por los labios en un intento de seducir a la primera ministra de Austria, que iría vestida de tirolesa. Raúl Castro iría sin barba y con traje de aviador. Estoy seguro de que, así ataviados, se conseguirían acuerdos beneficiosos para el mundo, acuerdos imaginativos y duraderos. Desaparecidas las rigideces de los atuendos y el protocolo, el consenso sería más fácil de conseguir. Y si no se consiguiesen mejores acuerdos, por lo menos nos reiríamos, que ya es bastante.


Zaragoza, 10 de febrero de 2016

miércoles, 3 de febrero de 2016

La obsesión católica con el sexo

¿Por qué esa obsesión de la religión católica con el sexo, con ese sexto mandamiento, casualmente un cardinal que tiene la sílaba sex en él, y además un cardinal que es tan semejante a cardenal? Esta simple relación de palabras daría para un divertido cuento para un nuevo Decamerón: sexo y cardenales. Además, la palabra cardenal también posee significado de estigma dejado por un golpe (¿latigozo?) con lo que cerraríamos este extraño vínculo del catolicismo y el sexo metiéndonos de lleno en el sadomasoquismo. ¿Cómo hubiera sido el mundo occidental bajo hegemonía católica si en vez de tomarla con el sexo, la jerarquía la hubiera tomado, digamos, con la gula? Me imagino una sociedad menos libertina, los burdeles o lupanares (loberías, en latín) sustituidos por restaurantes clandestinos, comederos sitos en los arrabales de las ciudades y anunciados por farolillos rojos y donde los pecadores acudirían a atiborrarse hasta vomitar, ese orgasmo del comilón. Y los prelados, y los cardenales, y otros mandos eclesiásticos, que vivirían abiertamente con barraganas, ocultarían despensas bien surtidas y cuartos secretos donde darían gusto a sus instintos más bajos lamiendo con vicio un salchichón o atragantándose con una morcilla de arroz. Y mientras desde el púlpito predicarían la templanza, la continencia en el yantar, recomendarían dietas basadas en la moderación, sus mofletes hinchados denunciarían sus banquetes de medianoche. Y habría descreídos y heresiarcas que comerían bocadillos inmensos por la calle y escandalizarían a las beatas chupándose frente a ellas dedos manchados de mayonesa y eructando restos de hamburguesa con cebolla. Y ellas, para no pecar ni con el pensamiento, se irían a casa santiguándose y allí se masturbarían con un consolador mientras sus maridos verían películas porno. Y así podríamos hacernos una idea de los cambios en nuestra sociedad si la iglesia la hubiera tomado con otro de los pecados. Claro que si el pecado a estigmatizar fuera la avaricia, no quiero ni pensar en todos los políticos que pecarían a escondidas, las gaviotas haciendo su agosto entre tinieblas…


Zaragoza, 03 de febrero de 2016

miércoles, 27 de enero de 2016

La vida como un juego

¿Es la vida un juego? Y si así fuera, ¿quién ganaría? ¿El que primero llegue a la meta? No creo que nadie admitiera esta modalidad, pues la meta de la vida, donde todo termina, no suele ser un lugar al que nos guste llegar, pese a los premios que algunas religiones ofrecen al cruzar la línea. La gente, más bien, opinaría lo contrario: la meta sería ser el que llegara el último, durar. Pero, ¿es durar, sin más, un objetivo deseable? No, no lo creo. Las estrellas que más brillan duran menos, como las bombillas, como los nexus-6 de la película Blade Runner. Está de moda entre ciertos estamentos artísticos que es mejor brillar en la juventud, alcanzar cotas excelsas de luminosidad, aunque se extinga uno después sin conocer la vejez o incluso sin llegar a la madurez. Sería el caso de Rimbaud, que nos lo quieren meter como ejemplo, Rimbaud, un tipo que después de unos versos fulgurantes se dedicó a la trata de esclavos en África y que murió llevando un cinturón con monedas en un bolsillo interior. Pero eso no nos lo dicen, quieren que veamos sólo su juventud de poeta maldito e iconoclasta. ¡Merde! Se empeñan en que el artista muera joven y deje detrás una leyenda. Y es que el joven es más fácil de seducir que los viejos con estos cantos de sirena, porque el joven, en su inconsciencia, no teme a la muerte, y el anciano sí. El suicida que deja pasar varias oportunidades de autoliquidarse, sabemos que nunca lo hará. Los falsos suicidas se acostumbran a la melancolía de las cosas inacabadas. Esta drástica decisión debe realizarse cuando se piensa por primera vez, el suicidio tiene su momento, momento que, si no se aprovecha, se malogra, y uno se ve abocado a la vejez, a dejarse desfallecer al borde del vacío puro. Otro método para no suicidarse es hablar mucho en favor del suicidio, escribir encomios sobre tan drástica decisión, ensalzarla incluso, incitar al prójimo exhibiendo en sus narices la futilidad de la existencia. Fue lo que le ocurrió a Emile Cioran, el rumano que sólo veía podredumbre, hombre capaz de decir: vuelve por fin con la rosada aurora la luz aborrecida. Pues bien, Cioran fue el caso más clamoroso de no-suicidio. Dejándose morir de viejo, desvalorizó sus escritos.


Zaragoza, 27 de enero de 2016