miércoles, 21 de octubre de 2015

La sociedad fiscalizadora

En la sociedad moderna abundan las situaciones fiscalizadoras. Cuando se está frente a un funcionario, uno teme que le falte una póliza, un dato nimio, un requisito que invalide todo el esfuerzo puesto en el cumplimentar un trámite que, a la postre, sólo interesa a la administración que nos fiscaliza y nos intimida. ¿Por qué no habría de intimidarse el funcionario, que al fin y al cabo cobra de nosotros y debería hacernos la vida más fácil? Pero no es así. La ventanilla intimida, el funcionario, un tipo sin imaginación, se ve revestido con el poder de rechazar nuestra petición y sumirnos en el desasosiego Administrativo. Y lo mismo ocurre con las “ventanillas” de otras instituciones que nos cobran por tener nuestro dinero: los bancos. Cuando se lleva un cheque a cobrar (ahora es infrecuente, pero hace una década era muy normal) o incluso a ingresar, siempre se teme que el que atiende la ventanilla, con cara de burócrata (la cara la da la función, no se sabe cómo, pero es así) le dé por escrutar la firma, el rasgado de la línea de puntos o cualquier otra nimiedad y nos diga que no puede hacerlo efectivo o ingresarlo en cuenta. Y tú ahí, delante de un montón de gente que piensa que eres un falsificador o un timador. Ocurre lo mismo en los supermercados. Cuando pasas los productos por caja, vas y das un billete de cincuenta euros que te acaba de dar un cajero. La chica lo coge y te mira, y pasa el billete por un detector de billetes falsos. Y tú sufres la angustia de que el puto artefacto esté desajustado y diga que tu billete no es válido. ¿Qué dices a la gente que te está observando y que ve que la chica (siempre son chicas) te devuelve el billete, un billete, repito, que te lo acaba de dar el cajero, y te dice que la maquinita de los cojones no lo aprueba? Ya puedes proclamar que te lo acaba de dar un puto cajero, o incluso un banco, que quedas como un falsificador y gracias has de dar si no llaman a la policía y te llevan detenido. La única solución que se me ocurre en estos casos es no pagar, o pagar siempre con billetes falsos, así vas prevenido y no pasas sofoco. Otro día hablaremos de los detectores a las salida de los grandes almacenes, que uno teme se disparen al pasar junto a otra persona, o porque no le han borrado del todo la señal protectora al artículo que acabas de comprar. Joder, que mal se pasa.


Zaragoza, 21 de octubre de 2015

miércoles, 7 de octubre de 2015

La unidad de lo gregario

El ejército es el paradigma de la unidad en lo gregario. El ejército necesita, para constituirse, la eliminación de las voluntades de los individuos que lo componen. Las técnicas para lograrlo son muy antiguas, y también eficaces: vestimentas iguales, falta de privacidad, sumisión y obediencia sin rechistar. Todo eso adornado con consignas y arengas y envuelto en razones extraídas de sociologías chatungas. A un soldado de reemplazo le intimida la voz estentórea de un oficial, su altanería o sus encorchados. Pero es puro teatro, pura representación para impresionar a incautos. En el fondo el militar suele ser un pobre hombre acomplejado, seguramente pésimo amante o esposo, mal padre y poco inteligente. Hasta el punto de que hoy se reconoce que el concepto “inteligencia militar” es un oxímoron, esto es, una contradicción de términos. Para un inglés, bastarían las dos últimas sílabas de tan extraño término para definir a un militar: moron. Todo el que haya tenido la desgracia de pasar por el servicio militar puede constatar mis asertos. Yo tuve la desgracia. Y constaté que la estupidez militar supera incluso a su maldad y a su incompetencia, por mucho que estas cualidades abunden en los cuarteles. ¿O quizás eran otros tiempos (mediados de los setenta)? Hoy el ejército quiere lavarse la cara con misiones de paz en el extranjero o con tareas de ayuda humanitaria. Pero para ayudas humanitarias ya están las ONG’s. ¿Por qué enviar soldados, armamento y munición si pueden enviarse alimentos, medicinas y buen talante? Sigo pensando que los ejércitos sobran. Pero no uno, el nuestro, sino todos. Todos de vez, claro. Si no, sería dar ventaja al último que quedase, que no podría dejar de aprovecharse de la situación e invadir al resto de países, cándidamente desarmados. Si los ejércitos no existieran las disputas se dirimirían platicando o a pedradas, que es, al fin, una forma de diálogo que ocasiona pocas víctimas.


Zaragoza, 7 de octubre de 2015