martes, 26 de mayo de 2015

El camello

¿Por qué me han elegido a mí para representar al vendedor de drogas al por menor? ¿Acaso piensan que puedo guardar mercancía en la joroba? Si a mí lo que me gusta es el agua. También la hierba, claro, pero de otro tipo, la que nace breve en los oasis. No puedo alejar las sospechas de mí, y eso que soy un dromedario, no un camello. La gente los confunde. Pero los camellos tienen dos jorobas. Pero díselo a la policía. En cuanto me ven, hala, a comisaría. Mi joroba siempre está limpia. ¿Saben lo que opino yo sobre las drogas? Que deberían liberalizarlas. Debemos volver a la libertad farmacológica de épocas pretéritas. En aquellos tiempos el que quería alucinar, sedarse o excitarse, sabía que sustancia tenía que tomar. Y nadie le castigaba por ello. Y no se recuerdan problemas derivados de semejante libertad. El opio, por ejemplo, comenzó a ser un problema para los chinos cuando los ingleses se hicieron con el monopolio de su venta merced a la guerra de los Boers. Antes se tomaba uno la pipa de adormidera y a dormir. Pero los ingleses querían sacar beneficios de su nuevo comercio y fomentaron la adicción. Y la adicción condujo a los problemas. Y ahora sucede un poco de lo mismo. Si se eliminasen las mafias que se enriquecen con su comercio ilegal, las drogas pasarían a ser un producto de consumo más, una especie de medicina con su folleto donde se explicarían los modos de uso, la dosificación correcta y se expondrían las contraindicaciones. Ahora no, ahora el consumidor adicto ha de comprar mierda adulterada a un camello (perdón, dromedario de la foto) de mierda y arriesgarse en su ingesta. Una sociedad cobarde, la nuestra. Y mercantilizada. Pobre de nosotros.


Zaragoza, 27 de mayo de 2015

miércoles, 20 de mayo de 2015

Añorada infancia

Esta foto me recuerda mi infancia. Por eso está aquí. Porque ninguna de estas personas guardan parentesco conmigo, pero podría haber sido mi familia. Es posible que ni siquiera sean españoles. Aunque lo parecen. Puede que esté tomada en Berlín, que sean judíos, o ciudadanos de Chicago. Pero me recuerda mi infancia. Yo conservo muchas fotos parecidas de cuando tenía la edad del niño de la foto. Pantalón corto, chaqueta parecida, corte de pelo similar. De paseo con mis padres y mi hermano (aquí es una chica). El mismo aire de domingo de las fotos que conservo. Sólo que mi padre me parece más joven y no solía llevar corbata y mi madre no iba de luto. Pero en aquella época todo era luto, el ambiente era luto. Eran los años cincuenta. Años tristes y en blanco y negro. Las calles, salvo unas pocas, no estaban asfaltadas. Pero paseábamos así. En la calle familias parecidas trataban de pasar el triste domingo. Yo recuerdo, o las fotos recuerdan por mí, que íbanos por la carretera, por el borde de tierra. Apenas había circulación. Sólo los muy pudientes tenían medio de locomoción privado. Imagino que esta foto traerá parecidos recuerdos a la gente de mi edad. Porque nuestra infancia, como he dicho anteriormente, es un infancia en blanco y negro. Sólo con la democracia llegó el color. No es que fuera triste (a lo mejor también), pero la recuerdo triste. Los paseos del domingo también eran tristes. Yo hubiera preferido estar jugando con los amigos. Es curioso que no recuerde, en conjunción con mi infancia, días lluviosos. Y sin embargo, haberlos, hubo. En mi juventud sí recuerdo la lluvia. Demasiada. Cansina. Aborrecible. Pero en mi infancia no hay días de lluvia. ¿Todo eran días de juego y risas? Tampoco.


Zaragoza, 20 de mayo de 2015

martes, 12 de mayo de 2015

¿Lavar y cortar?

Cada vez son más los que cuidan su aspecto, cada vez son más rebuscadas las técnicas y mercadotecnia para atraer clientela. No sería de extrañar que ya hubiera tiendas de peluquería dónde puedan darse situaciones como la que muestra la foto de la izquierda, con claro sabor sadomasoquista. Acudirán allí las bellas para lavar y marcar, cortar y azotar.
            Esta tendencia a cuidar el aspecto externo ha alcanzado también a los hombres. Las peluquerías de caballeros se han convertido en centros de estilismo y, después de lavarte el pelo, te dan un muestrario con fotos de diversos tipos de corte, normalmente efectuados sobre las cabezas de jóvenes guapos de morenez adriática. Y cuando le dices a la chica que te atiende que tú quieres uno normal, como el de toda la vida, te mira desdeñosa (en los últimos tiempos sólo me atienden señoritas, aunque la peluquería sea de caballeros). No dándose por vencidas, mientras te rapan no dejan de hacer alusión a tu pelo fino e informarte que ellos venden lociones vigorizantes, o si muestras ligera alopecia, te publicitan otro producto que la evita e incluso regenera el pelo. Y tú sigues diciendo que no, que el miedo a la calvicie es una bêtise bourgeoise (tontería burguesa), que a ti no te importa quedarte calvo.
Y al final, cuando te ofrecen gomina para el pelo o perfume, y te vuelves a negar, puedes dar por seguro que acabas de ingresar en la lista negra del establecimiento. Y cuando dejas la peluquería, al menos en mi caso, sólo tienes ganas de ir a casa y ducharte para quitarte la fijeza de un moldeado hecho con secador y que le da a tu pelo un aspecto antinatural. Auguro que llegará a tales extremos el cuidado del cuerpo masculino que, como muestra la segunda foto, acudiremos a peluqueros especializados en esos pelos que hoy sólo mostramos al pozo de agua del inodoro o a la loza del bidé.


Zaragoza, 13 de mayo de 2014

miércoles, 6 de mayo de 2015

¿Vamos bien por aquí hacia el frente?


“¿Vamos bien por aquí hacia el frente? Es que el GPS no funciona y nos hemos perdido”. Y el muchacho, granjero ingenuo, les dirá que no sabe nada de ninguna guerra por los alrededores, o les dirigirá hacia alguna ruta sin salida, una carretera perdida donde los obuses no puedan hacer daño. Contrasta la figura del muchacho a caballo, descalzo y sin camisa, el animal también sin enjaezar, con los militares completamente pertrechados. Son como las realidades que representan. Una sencilla, la otra retorcida; una cómoda y ajustada al ambiente, la otra revestida de estorbos malignos y a lomos de carro acorazado. Bajo un sol abrasador, el jinete se resguarda con un sombrero y se defiende del calor con poca ropa. Los soldados, con uniformes y pertrechos, a la calorina propia del ambiente han de añadir la que les causa ir dentro de un vehículo de hierro en cuyo interior deben hervir los sesos. Dos realidades, dos alteridades que se encuentran. Dos formas de vida. Creo que no es difícil discernir cual es la única razonable, la aconsejable. Pero sigue habiendo ejércitos bajo el sol. Y me temo que seguirán por siempre. Hasta que no haya sol. Circunstancia que, gracias en parte a esos mismos ejércitos, está cada vez más cercana. Nada nuevo bajo el sol.

 

Zaragoza, 6 de mayo de 2015