miércoles, 26 de noviembre de 2014

El placer de la lectura



La lectura, en cualquier lugar, de cualquier postura, a cualquier hora, por cualquier persona. ¿De cualquier libro? Nada produce mayor sensación de placidez y serenidad que un hombre leyendo. Sin embargo la lectura, como cualquier otra actividad humana, tiene límites que no deben sobrepasarse. Es malo no leer ningún libro, aunque es mucho peor leer un solo libro. Ya lo dice el apotegma inglés: “Beware of a man of one book!” Cuídate del hombre de un solo libro. La monolectura produce dogmáticos, esclavos o cretinos. Con razón decía Jorge Wagensberg que tiene más remedio el que no lee ningún libro que el que lee uno solo. Los lectores de un solo libro devienen con harta frecuencia puritanos intransigentes, o fundamentalistas, como se los denomina ahora. Más sirviera no leer.
            En el otro extremo están los que leen mucho o muchísimo. Desparraman estos sus energías en miles de textos. Pero como bien dice un refrán, quien mucho abarca poco aprieta. Lo que ocurre, también, es que esta frontera del mucho leer necesita matizarse. Hay personas capaces de leer más de cien libros al año sin merma de sus ocupaciones como trabajador, padre y ciudadano. Entre ellos creo encontrarme. Aunque nadie es buen juez de sí mismo. Quizá mis empleadores, cónyuge o conciudadanos no participen de esta apreciación. En otras personas, sin embargo, cincuenta libros al año puede hacerles un mal irreparable (piensen en esos lectores que leen libros de autoayuda o superventas de aventuras místico-medievales con enigma de fondo). La barrera, pues, debe ser flexible y cada cual debe adaptarla a sus circunstancias. También cabría seguir el consejo de Fernando Pessoa: “No leer nunca un libro hasta el final. Ni leerlo de corrido y sin saltos”. De esa manera, el número de libros leídos podría aumentarse sin detrimento de pérdida de materia gris.
En la lectura nos habita como un intruso de leve llama, que a veces es el calor que nos transmite el autor, otras ese genio de la narración que aspira a instaurar el imperio diamantino de la forma, sin descartar esa calidez propia de los mundos que el libro en sí hospeda.
            La imagen de un hombre leyendo, como el de la foto, en postura relajada, devuelve la esperanza en el ser humano.

Zaragoza, 26 de noviembre de 2014.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Cronopio de los pueblos



Este es el año en el que se conmemora el centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Antes de que acabe, deseo homenajearle con este breve relato que hice ya hace tiempo en su memoria. Lo he titulado El cronopio de los pueblos.

El Cronopio de los pueblos


Julio dio una nueva chupada al cigarrillo y miró por la ventana de su compartimiento. El tren discurría por campos que le recordaron a los de su infancia en Banfield, páramos resecos, tramos de tundra triste que removió sus recuerdos, convocando en su magín tropel de momentos únicos y maravillosos; como cuando descubrió, a tontas y a Lucas, que las mesas levantaban una pata cuando se quedaban solas; cuando a solas en sus alturas, decidió escribir en la fama contra los famas; cuando recaló en París, ciudad encantada, de recibirle contenta, dejando atrás a le petit che Perón rouge, lobby´s homme dueño de una dama que levita. No evita, no, que afloren recuerdos de Buenos Aires, sus cuadras, los colectivos, los jardines de Agronomía, una cama en un departamento de Maipú y los malos aires de un puerto desde donde zarpan Persios metafísicos. También rememora cuando, brumoso Mr. Fogg, trató de dar la vuelta al día en ochenta mundos.
Julio expulsó el humo que había retenido, en disfrute, dentro de sus pulmones. Por la brecha abierta en su fantasía, vislumbró a una Maga, hechicera de Oliveira, a quien sometiera con encantos de jazz, sorbos de mate y gatos, muchos gatos. Y recordó, junto con 69 modelos para amar, cuando de joven traducía dear John french letters a las pindongas, cartas muchas de ellas hacia el otro lado, loverseas. Quizás fuera ése el germen de sus prosas de conservatorio, prosas en las que cabían todos los fuegos, el juego. Vislumbró en su acuosa imaginación de axolotl marcas de greda en el suelo y las casillas, siempre las casillas, y a Charlie Parker dispuesto a disputar el último round de su vida, y a un tal Morelli, desencasillado, refutando desde su cama de hospital la cruenta lógica de los famas. Y evocó a todos sus amigos, sus cómplices, todos, salvo el crepúsculo, descifrando el libro de Manuel. Y se acordó de esa carta recién recibida de un admirador, que le decía: “Te queremos tanto, Julio, que por ti bucearíamos en la Cuba de la abundancia y pondríamos velas a San Dino, por ti, Julio, seríamos ése que anda por ahí”.
            Julio dio otra chupada al cigarrillo. El paisaje pasaba rápido por la ventana. La carta terminaba así: “Agradecemos de tu prosa sin prisa los guiños, engaño de dueños, mariprosas ilusionistas dignas de un filantrópico de cáncer. Inseparable de tu cigarrillo, tú, perseguidor de Glenda, a quien querías tanto y que perdiste en la cosmopista que se dirige al sur. Nosotros, Julio, almacenaremos en nuestro magín tus cuentos, nosotros, Julio, que te leemos con tanto contento”.
            Julio apagó el cigarrillo y lo aplastó, cuidadosamente, en el cenicero del respaldo del asiento delantero. Colocó una de sus largas piernas sobre la otra, ajustó los hombros sobre el rincón que formaba el asiento con la ventanilla y sumiose, Julio CortaZaratustra, en ensoñaciones de cronopio.           

Zaragoza, febrero 1996

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El ejército de la risa



El ejército de la risa, podría titularse la estampa. Pero no es de risa, es un ejército de verdad, pero no sé a qué país representa. Podría decir algunos países a los que no representa: Andorra, Portugal, Suiza, Taiwán. Claro que a lo mejor me equivoco. Si hubiera visto esta imagen Buster Keaton hubiera sacado ideas para una película. Una película de rostro serio donde el humor iría por dentro.
            El ejército sirve para que unos descerebrados den rienda suelta a su sadismo sobre una recua de muchachos desorientados. Porque ya se sabe que la juventud es llama que se quema a sí misma. En la milicia se enseña, sin recato, el punto cero de la experiencia moral: la división entre buenos (nosotros) y malos (ellos). Y hablo por experiencia. Sujetos de blando cerebro con ínfulas por llevar unas simples jinetas de cabo sentíanse capaces de humillarte, ordenarte sandeces, pero raramente te adoctrinaban. Eso estaba reservado para los oficiales. Sangrientos fantasmones, pedantes de lo belicoso, trofeos-medalla en sus pecheras, padecían el síndrome patrio-afirmativo. Que si la patria es esto, que si es lo otro. Fidelidad a la bandera. Yo la única bandera bajo la que me agruparía sería la bandera blanca de la rendición. Y ya sabemos, desde que lo dijera Samuel Johnson, todo un doctor, qué es el patriotismo: mero refugio de canallas.
            De entre todas las cosas ridículas del entorno militar, los desfiles destacan por su arrogancia. Buscan la simetría, el ritmo, el ballet marcial de un pelotón sincopado y uniformado. Todo debe estar sincronizado, controlado, incluso el aire fiero de la tropa. Qué distinto a un desfile de carnaval brasileño, con su pompa alegre y polícroma, su música caliente, las vistosas plumas, las mujeres exuberantes, la alegría que todo lo inunda (dicen que el carnaval es pagar el diezmo a la locura). En un lado las ganas de vivir, en el otro las ansias de matar. Y eso que los militares saben, o deberían saber, que las carnicerías por una buena causa no han servido de nada. Y tampoco las matanzas fraternas. Pero las autoridades prefieren presidir a los que evocan a la muerte, donde reluce el armamento, en vez de presidir a, o participar con, los que evocan la vida, la lujuria, el paraíso terrenal. Todos los jerarcas merecen ser fusilados por bigotudos oficiales.

Zaragoza, 12 de noviembre de 2014

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Top manta de armas



Democratización del mercado de armas. Top manta de misiles y otros objetos de destrucción masiva. ¿Más i.v.a.? Mas iba el arriero al mercadillo de las bombas, al rastro del armamento, al bazar de objetos letales.
            La estampa es auto- explicativa y paradigmática del mundo de hoy, donde, en paisajes sin dinero para asfaltar, o enjalbegar, discurren sus íncolas sobre humildes borriquillos con armas de última generación en sus manos, armas para las que sí hay dinero. Causa pavor y diarrea. Me refiero a esas aldeas y villorrios palestinos, a esas ciudades de Sierra Leona donde los mozos, niños casi, se empavonan recorriendo la ciudad con armas y lanzando ráfagas al aire. Pero ellos no fabrican las armas, fabrican el miedo. Ellos no pagan las armas, se las regalan quienes tienen fines oscuros, pero crematísticos. Hombres de negocios que han cambiado para siempre la milenaria orografía del bien y del mal. La orografía y la geografía.
La imagen subsistirá: sobre un borrico, un asno, un onagro, un aldeano ignorante lleva al mercadillo armas de enorme poder destructivo, esos frutos espúreos de la ceguedad. Subsistirá esta metáfora visual mientras países que se vanaglorian de su tecnología sigan fabricándolas, mientras industriales y banqueros decidan desestabilizar tal o cual región del mundo para aprovecharse de sus recursos. Y mientras el melonar pensante que es el hombre, aposentado sobre una ignorética progresiva, no analice, razón en ristre, sus acciones y sus conductas y abomine de una vez de predicadores y demagogos. Y los despiertos, incapaces, inermes, sigamos durmiendo acunados por la impotencia. Sí, causa pavor y diarrea.

Zaragoza, 5 de noviembre de 2014